lunes, 2 de febrero de 2015

Danza blanca

Entre dos lagos eternos y quince volcanes majestuosos se sitúa una de las rutas mágicas que alberga el planeta Tierra. Para los buscadores de aventuras, esta ruta se haya extendida entre los departamentos de Masaya, tierra de leyendas y espíritus del inframundo, Carazo, la cuna del teatro satírico contra la colonia española, y Granada, la gran sultana.

Cuenta una leyenda nicaragüense, que entre los poblados de San Marcos y Catarina, extremos de la mencionada ruta, se pueden recorrer 14 kilómetros entre esculturas de madroño, cerámicas con vida propia, lagunas cratéricas de la que surgen aves fantásticas, frutas con combinaciones de color-sabor no descritas por ningún experto culinario y héroes patrióticos de la humanidad. Para poder vivir todos estos maravillosos relatos, uno sólo debe tener las puertas de la mente abiertas, dejar fluir los sentidos… eso sí, debe realizar la ruta en un día, entre el nacimiento desde la tierra del agua celeste y la muerte de las rojas vespertinas. Y cruzar desde San Marcos hasta Masatepe, de aquí partir a Nandasmo, recorrer las calles de Niquinhomo y los hornos de San Juan de Oriente hasta llegar al salón de baile de la Laguna de Apoyo.



Esta leyenda menciona, que cuando rompe el alba, en el pueblo caraceño de San Marcos el anaranjado Sol tiñe de rosado el azul tapiz del cielo y en ese momento, antes de que apremie el calor sofocante del trópico, los guardabarrancos, aves bañadas de misticismo y colores, aprovechan el silencio, la tranquilidad, la efímera frescor del fruto morado, para salir en busca del amor. ¿Por qué en ese preciso instante? Porque durante el resto del día, los oscuros zanates reinan en la tierra del fuego, y no permiten que nadie ni nada goce del placer de la compañía floreciente entre dos cuerpos. Lo hacen por miedo, por miedo a que otros acaben con el gozo de compartir, pues viven engañados por el solitario zopilote, el cual desde tiempos chorotegas, cuando él mismo acabó con la serpiente emplumada (ave de la vida y el futuro), reunió a todos los zanates posibles y les contó, que si alguna especie más disfrutaba de la compañía de la colectividad, ésta acabaría agotándose, como el agua, como el maíz, como el amanecer. El zopilote, ante la culpa y el daño que sintió y siente desde aquel fatídico día en el que guio al hombre blanco por el mar del Norte hasta el lecho de su amada quetzacoalt, y el primero acabó con la segunda, buscó la forma de evitar que nadie más pudiese padecer el dolor que el sufre. La solución para ello se la dio un grano de maíz, de un sembrado de mazorcas, en el susodicho San Marcos. Éste le dijo, escuchando el sordo llanto del zopilote: amigo, para evitar que nadie más sufra este inagotable dolor, debes reunir al grupo más numeroso de aves, a la especie que más individuos propague por estas tierras, y hacer que sólo ellos puedan gozar del placer de la compañía. ¡Los zanates!, contestó el zopilote. Pero, ¿por qué ellos?, si son el grupo más numeroso, serán los que más sufran cuando dejen de gozar de la compañía. Efectivamente, mi querido compañero, pero ellos, que superan en número a las demás especies, se encargarán de vigilar que ninguna especie avícola más pueda enamorarse, y por lo tanto pueda sufrir por la pérdida del acompañante. Así el zopilote, se vistió de negro, perdió el collar de plumas coloridas que le regaló su amada serpiente emplumada, reunió a todo los zanates, les contó la falacia del limitado amor, y les obligó a vestir de negro, para evitar ser confundidos con otra ave. Por ese corazón roto, es por lo que el guardabarrancos aprovecha el alba, cuando los guardianes descansan, para acurrucarse con su pareja, para danzar entre rojas pitahayas y amarillos granos de maíz, entre los rizos dorados del Este y los plateados cabellos de la luz de la noche, y regresar cuando el nuevo día ya empieza a oler a nacatamal caliente y café hirviente.



El siguiente lugar asombroso, de estos blanquecinos asentamientos, es Masatepe, donde las esculturas de madera tienen vida. Cuentan que allí, en el mismo Masatepe, escondido en un rinconcito de una pequeña casa de fachada blanca, se encuentra un duende. Este duende, pequeñito, juguetón y rebelde, es el alma de los niños indígenas, que nunca quisieron dejar de ser niños. Así, cuando llegaron los colonizadores españoles, y les obligaron a trabajar y a dejar de ser niños, estos se rebelaron. Su rebeldía consistía en dar vida a objetos inanimados. Ya desde aquellos tiempos, los nativos eran expertos escultores, tallaban a la perfección cualquier forma en la madera de los árboles circundantes: caballos con alas, seres con lengua de serpiente y pico de chocoyo, dioses de agua y humanos de maíz. Su rebeldía consistía en dar vida a objetos inanimados… cada niño que era forzado a trabajar en la construcción de templos, en la recolecta de alimentos, sirviendo a los lujosos nobles de la gran patria, perdía el alma por la mañana, y por la noche, este alma salía por las calles de Masatepe y hacía que cobrasen vida todas las esculturas talladas por sus hermanos. Con esto, los niños sólo buscaban una cosa, que al día siguiente, cuando estuviesen sudando en pleno campo soleado y con el estómago vacío, los caballos alados sobrevolasen el campo, la serpiente con pico de ave surcase los tallos de maíz, de donde saldrían hombres que les entregarían mazorcas y del suelo y de las nubes llegarían dioses azulados translúcidos como el agua para calmar su sed. Desde aquel entonces, por cada niño que pierde el alma, miles de figuras fantásticas llegan a Masatepe a continuar enloqueciendo el mundo.



Siguiente parada, Nandasmo. Cuentan los artesanos que albergan la zona, que al final del camino que cruza el pueblo, uno puede observar el pasado. Al parecer, cuando acaba el terroso zigzaguear hacia el norte, uno llega a un mirador mágico, espejo del alma, reflejo del pensamiento, proyector de la evolución humana. Se trata de una laguna, eso es, simplemente agua. Pero el recipiente de esta agua, fue hace milenios, millones de años, una antiguo volcán, una caldera de lava y gas, hervidero natural. Cuando este se calmó y se llenó de agua, los humanos se acercaron, y bebieron de su agua, acompañados del jaguar, y lo pintaron en las laderas de la laguna, vieron cómo donde antes vivía el fuego ahora yacía el agua, y en forma de dioses lo grabaron piedra sobre piedra en las paredes volcánicas, oyeron rugir la tierra sobre la que descansaban, y lo guardaron en forma de dibujos en vasijas de tierra, agua y fuego. Así llenaron las paredes de la laguna de miles de dibujos que recordaban todo lo que habían aprendido, vivido y conocido: la vida, la muerte, dios maíz, dios jaguar, dios sol, dios agua… Es por ello que ahora, cuando uno se asoma a la laguna y observa con los oídos y escucha con los ojos, puede ver reflejado en el agua toda la historia pasada sobre esta tierra, el místico jaguar, el tejer multicolor, las coloridas aves surcando el cielo, el abrazo entre hermanos, el primer beso, la primera decepción, el morir de dioses y la eternidad de los humanos.



A dos pasitos se encuentra Niquinhomo. En este pueblito, cuentan los ancianos del lugar, que nació hace años un hombre, pequeñito, muy chiquito, del tamaño de un morado frijol, pero que su sombra, a cada día que pasaba, se iba haciendo más y más grande, hasta llegar a cubrir toda Nicaragua, hasta sobrepasar las fronteras y cubrir Costa Rica, Honduras, Centroamérica, Latinoamérica, todo el continente y, finalmente, todo el planeta. Todos se sorprendían, ¿qué extraña enfermedad hace que crezca su sombra cuando no crece su cuerpo?. Los visitantes, venidos de los altos edificios, de los coches autopropulsados, de las máquinas a todo vapor y de las ciudades donde las personas se han olvidado de ser personas y ahora son gente, no comprendían como era posible aquella contradicción física, aquel reto de la humanidad a leyes de la iluminación. Escuchá, decía el más viejito de los ancianos, este hombre aumentaba su sombra porque era rebelde y se levantaba ante cualquier injusticia, porque se entristecía al ver que el cortador de café no podía comer al final del día, porque gritaba cada vez que el rubio del norte robaba tierras a sus indefensos hermanos, porque lloraba cada vez que observaba a su madre dejar de comer para que el comiera, porque organizaba a todos los pobres y les instruía para eliminar la desigualdad, para repartir las tierras, para tener todo y no poseer nada. Así es, su sombra, no era otra cosa que el reflejo de sus ideas, cada vez que un campesino se unía a él, el opresor verde montado en el águila del norte tenía más miedo, cada vez que en una fábrica paraban las máquinas a grito de ¡basta de explotación!, cada vez que un estudiante leía sus textos, cada vez que una casa abría la puerta para alojar a un libertador, sus ideas se iban expandiendo por la tierra, por el aire, por el océano, burlando las fronteras (físicas y jurídicas), hasta que llegaron al seno del pueblo que lo vio nacer, y se organizó, y se levantó, y pudo vivir, por poquito que fuese, pero pudo vivir. Hoy en día, si usted se acerca a Niquinhomo, podrá observar, en la plaza central, una enorme figura de bronce negro y rojo al cuello, que recuerda la hazaña de este hombre que crecía porque hacía crecer.



Llegando al final del camino, se choca con una de las más maravillosas e increíbles aldeas del lugar, San Juan de Oriente. Un poblado donde los oriundos tienen la capacidad de contar la historia utilizando la tierra, el agua y el fuego. ¿Cómo?. Fácil, piensan ellos, coges un poquito de tierra, la mezclas con agua, la justa para evitar que la tierra se ahogue y la suficiente para evitar que tenga sed, se moldea la mezcla con la forma de la historia que uno desee contar y cuando se tiene listo, para evitar que se borre y perdure (como un libro en la biblioteca) se introduce en una habitación cubierta de fuego, hasta quedar duro y eterno. Con esta fórmula, en San Juan, se contaron y se cuentan historias sobre hombres con cabeza de jaguar, sobre serpientes con cuerpo de ave, sobre el cíclico nacimiento y muerte del sol… siempre fueron rebeldes y creativos, por eso, decidieron contar la historia, la suya propia, con libros donde las letras son figuras y el papel es barro.



La última y definitiva parada, estimado compañero, es la majestuosa Laguna de Apoyo. Allí, si uno llega, después de haber recorrido todo el camino, pasando y conociendo cada uno de los pueblitos blancos, chiquitos y mágicos, puede observar, escuchar y sentir todo lo aprendido cohabitando en armonía. Puede ver al guardabarrancos sobrevolando la laguna acompañado de su pareja, mientras corretean y saltan al agua, desde un muelle, las figuras de madera y las almas de los niños, que salpican de vitalidad a los jaguares, las serpientes emplumadas y los cazadores pintados en las paredes, contándole al pequeño hombre la historia que le haría cubrir el mundo de un manto de ideas justas y danzando, al son de tambores y rugidos, a los personajes de barro de los libros escritos a fuego.




Para comprobarlo, dice una anciana mujer, que asiste a la función desde el palco de Catarina, sólo es necesario un requisito, la mente. ¿Para pensar?, dijo el viajero. No, para caminar.

Diriamba, Enero de 2015