sábado, 5 de abril de 2014

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Primeros días en Nicaragua, en plena época estival, el calor abrasa nuestra piel, pero no nuestras ganas de conocer. Conocemos la asociación con la que vamos a compartir nuestra experiencia en esta América Central (APAN), nos comentan los proyectos que llevan a cabo, los que quieren emprender con nosotros, lo que esperan de todos y cada uno de nosotros… y eso nos hace sentir enormemente bien, útiles, válidos para la sociedad; no esta que nos esclaviza y humilla, que no nos trata como a seres humanos, si no la sociedad que el Ché, Fidel, Bolívar… quisieron y quieren para estas fértiles tierras. Sabemos que hemos vebido aquí a ayudar, a solidarizarnos activamente con una población marginada y a la que el capitalismo repudia, por eso nuestra convicción de que vamos a ayudar a que su vida sea más vida es cada vez más grande.

Vladimir, así es el nombre del niño que conozco en estos primeros encuentros en el centro educativo. Su rostro es apagado, no muestra alegría, a pesar de que juega, solo, en el parque trasero. Saco fotos del paisaje, de la infraestructura de la asociación, animales… y Vladimir me mira, sin atisbar felicidad en su  mirada. Me sobresalta, ese niño tiene mucha más luz de la que cualquier astro pueda desprender jamás, pide a gritos un cambio, lucha, empatía… Me acerco y le pregunto si puedo tomarle una foto, asiente con la cabeza. Continúa balanceándose en el columpio, sin sonreír, sin cambiar su gesto. Entonces le pregunto su nombre (me viene a la mente el gran luchador soviético, Vladimir Ilich Ulianov, bolchevique de pura sangre) le choco, primero la palma y después el puño cerrado, acto seguido le ofrezco mi cámara para que haga unas fotografías, decide fotografiarme a mí. Sonrío, al igual que él cuando le choqué la mano, cuando sintió que alguien cerca de él le apoyaba, le comprendía, le ayudaba. Sin saberlo, él dibujo con sus dedos una sonrisa en mi boca, como yo dibujé esa felicidad en su rostro cuando nuestros dedos impactaron (primero abiertos y después cerrados) en un acto de hermandad. Esa sonrisa mutua hizo que Vladimir y Víctor, compartiendo dolor, dibujasen en sus caras, mediante los dedos, la sonrisa que ambos añoraban.


“Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja…” Julio Cortázar, Rayuela, capítulo 7




Diriamba, 4/04/2014

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