miércoles, 9 de abril de 2014

Soledad en Masaya

Ganas de conocer, de aprender, eso nos trajo hasta aquí. Por eso, después de realizar varios días de adaptación a la organización con la que vamos a colaborar durante diez meses, utilizamos los días libres para viajar por el país centroamericano que Sandino liberó del imperialismo yankee. Masaya, primer destino. El volcán que reina este gran paraje es sobrecogedor. No se puede describir con palabras la sensación de asomarse al cráter del volcán Masaya, activo, secretando azufre y ver como asciende el humo, ese olor a tierra ardiendo, a las entrañas del planeta pidiendo un poro por el cual escapar, como la golondrina surcando el cielo en infinitos ciclos buscando un final, como el emigrante jugándose la vida cruzando la frontera en Tijuana. Las vistas son espectaculares, toda una delicia natural. En las alturas, los zopilotes recorren el techo planetario en incontables círculos, quizá esperando la muerte de algún alma errante que recorre el parque, queriendo decirnos que, como dijo Rosa Luxemburgo, quien no se mueve no puede sentir las cadenas. Nos movimos, y sentimos las cadenas, y nos sentimos pequeños en esa inmensidad, la laguna de Apoyo, el volcán, la interminable planicie, la vegetación que emana de la fértil tierra magmática… las cadenas que nos atan a diversas estacas, las cadenas esclavistas que el capitalismo nos tiene preparados para todos los que no pertenecemos al selecto grupo de explotadores y que no nos permite visitar estos parajes y acrecentar nuestro alma, las cadenas sentimentales que se sujetan a personas sin las cuales uno no se siente libre, no se siente persona… esas estacas que no se pueden describir, si no con imágenes, vean y disfruten, o padezcan, o lloren, o rían, pero sientan con el corazón lo que sus ojos contemplan.




Esta contemplación hace que uno se sienta solo en esta inmensidad, que valore  más la compañía, los que le rodean, las que le hacen disfrutar, saborear la vida. Más aún cuando tras casi una semana vuelves a contemplar la sonrisa más hermosa del mundo, los ojos, que tantas veces habías visto llorar de alegría, ahora lloraban por una intrínseca nostalgia, ese lunar, esa tenue voz. Me alegró la semana, el resto de días, como el pintor dedicado a la revolución que me interrumpió en pleno paseo y acabo comentándome que su próximo proyecto era un cuadro sobre el Comandante Chávez, como el niño que sonrió ante el objetivo de la cámara, como el joven emigrante que busca “chamba” de lo que sea, que quiere salir delante de forma honrada, sin matar, sin asesinar, sin ser partícipe de este sistema asesino. La felicidad es olvidar, o recordar, que tras aprender (y sufrir) de su ausencia, volverás a disfrutar (y a aprender) a su lado.

Diriamba, 8/04/2014

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